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21 mar 2012

LA TRAICIÓN



La mano de él acariciaba, indecisa, aquella piel suave, fresca y aterciopelada, aún húmeda. Las gotas de agua refulgían sobre su piel de melocotón, ligeramente rosada y la hacían brillar, cálida, deseable. Suspiró venciendo las dudas al tomar, por fin, una decisión y sus labios se acercaron, suaves pero firmes, para rozar con tiento, casi imperceptiblemente, la delicada superficie.

Esta vez era definitivo. Si daba el paso no habría vuelta atrás, estaría traicionando todo aquello que hasta el momento había sido.

Sus labios comenzaron a dibujar caminos en la piel suave que, frente a él, escondía una carne apretada y turgente. A duras penas lograba refrenar a su lengua que, invadida por un afán exploratorio, pugnaba por escapar entre sus dientes y lamer cada milímetro de aquellas deliciosas curvas. Su aroma dulce e intenso asaltó sus fosas nasales quedándose con el poco autocontrol que le quedaba.

Sabía que su familia no iba a entenderle, que habría reproches, enfados y sorpresa. Podía imaginar la mirada dolida de su esposa cuando consiguiese hacerse con la valentía necesaria para confesarle aquello que no podía mantener en secreto durante más tiempo.

Aunque sabía que le acusaría –no sin cierta razón- de haber aprovechado aquella noche de fin de año en la que ella se encontraba al otro lado del globo para traicionarla (sin duda ella lo vería como una traición), esperaba que el amor que sentía por él fuese lo bastante profundo como para sobreponerse al enfado, a la decepción y a cualquier otro sentimiento que los actos de él pudiesen despertarle y pudiese, con el tiempo, llegar a comprender y a perdonar, porque, Kobe bien lo sabía, lo había intentado. Había tratado de no caer, de negar su naturaleza, pero ya no podía más.

Con ese pensamiento se avalanzó, deseoso y anhelante y, mientras las doce campanadas señalaban la entrada del año 61, dejó de lado todos sus escrúpulos y se concentró en el placer, mezcla de rebeldía y culpabilidad, que torturaba sus sentidos.

Manos acariciando, lengua lamiendo y aquel aroma que lo impregnaba todo volviéndole loco. Dientes clavándose con suavidad y casi reverencia en aquella carne y aquella piel, fresca y lozana, que se le ofrecían y que tomó saboreando cada centímetro con ansias... Y tras el goce, un cigarrillo, intentando calmarse y apartar de su mente las imágenes de futuras escenas y reproches.

Y es que... -pensó mientras el hueso de aquel jugoso melocotón que había degustado caía rodando sobre la alfombra- no es fácil decidir hacerse vegetariano cuando tu esposa proviene de una larga estirpe de carniceros.

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