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23 jul 2013

LAS AUSENCIAS QUE MATAN




Del amor y el desamor. De dulces principios y solitarios finales. De ausencias y vacíos. De resignación y desesperanza. De relojes sin pila y pruebas continuas. De almohadas mojadas y almas secas. De besos no dados y te quiero callados. Del sol que no brilla y el azúcar que amarga...

Depender de otro es, sin duda, un arma de doble filo que igual que reconforta, mata. Es el tabú del que todo el mundo huye y que, a veces en silencio, todos tememos padecer.

En los dulces principios, cuando aún aprendes a caminar al paso de quien te acompaña, jamás imaginas que algún día puedas seguir la marcha en solitario. Tras el exitoso cortejo se hacen llegar las promesas y, tras éstas, las promesas cumplidas.

Tus descendientes asoman los ojos a un mundo del que siempre querrás protegerles y tu vida no hace más que tomar rumbo en común con la otra persona. Juntos sois los encargados de construir vuestro propio planeta: creáis las normas de vuestra morada; hacéis de jueces cuando os encargáis de velar por el buen cumplimiento de las mismas y de políticos a la hora de aplicarlas. Enmarcáis a Montesquieu en la cocina y la teoría de la separación de poderes está acatada y aplicada en 30 metros cuadrados.

Os dedicáis amor diario y paciencia divina. Soñáis –y he soñado- que juntos pasaréis vuestras vidas y que recibiréis de la mano a la vejez. Puede que incluso os relajéis y empecéis a descuidar la barriga, falsamente seguros de que, pese a todo, la soledad es ya un lejano enemigo.




¿Qué ocurre cuando, sin esperarlo, la persona desaparece dejándote como único mandatario del reino?
Un reino que ha sido pensado para dos, dos tronos unidos por lazos que salen directamente del corazón.

Centrémonos en la desaparición repentina, aquella a la que no encuentras explicación y cuyo golpe ni si quiera ves venir.
Te calmas a ti mismo pensando que será cuestión de días, que una ocupación en otro sitio ha debido de originar lo sucedido y una buena excusa vendrá para compensar el sufrimiento.

Te han arrancado un trozo de vida y solo te queda la resignación del “volverá”.


Tres son las fases –tres, irónico, casi todo en la vida viene de a tres: las mejores normas, los mejores consejos, las mejores aspiraciones, los días que más intensamente se viven…- que el nuevo solitario está obligado a pasar.

La primera: la orfandad. Has quedado huérfano de tu pieza, reloj sin pila que es incapaz de mover la aguja de las horas. Desesperas, te planteas mil motivos y mil finales, te culpas. Ofreces historias a tus hijos –si los tenéis- para evitar sus lágrimas, lágrimas de las que en solitario tú te desangras.

La segunda: la resignación. No logras todavía mantener el paso, pero sabes que debes seguir adelante, aunque sea cojeando.

Reanudas algunos de tus movimientos. Intentas continuar, por consejo de quienes te quieren, con cosas que formen parte de tus ambiciones. Tratas de mantener la mente ocupada pero, cuando cae la noche y su olor te viene a la memoria, aún inundas tu almohada. Sigues sintiéndote culpable y preguntándote el motivo.

El rencor nace para convivir con el amor.

La tercera: la pérdida de la esperanza. Intentas no pensar, te sientes engañada, defraduada, en una palabra: abandonada.

¿Seguir la lucha? ¿Retirarse? ¿Esperar?... Te sientes débil, sin fuerzas, y solo hay dos alternativas: o bien decides intentar seguir con tu vida sin quien fue tu mitad, o bien acabas quitándote de en medio por pensar que este mundo no se ha hecho para que lo vivas solo.

¿Es siempre una ausencia un ejercicio de volver a querer?
¿Es una prueba constante de un sentimiento que nunca acabas de matar?

La eterna pregunta del esperar o no esperar; el alivio pensando en la posible compensación después de la ausencia o la caída en la destrucción total del reinado de dos.

El cansancio de la prueba continua de amor, o la liberación de una carga que siempre ha sido suave, pero que ahora te apuñala con azúcar.